El Monte Sacramento.
La rutina dominaba la vida de la vieja aldea situada a los pies del Monte Sacramento, a pesar de que muchas eran las leyendas que se contaban sobre este prodigioso lugar. Generación tras generación se repetían aquellas historias contadas al calor del hogar, y que Raquel había escuchado a su abuela Patro todas las noches antes de meterse en la cama, templada con el ladrillo caliente de la lumbre.
El pueblo tenía tres viejas calles empedradas y serpenteantes, que al atardecer se transformaban en el auténtico camino del diablo. Las oscuras piedras que cubrían los muros de las casas ocultaban en sus rendijas espíritus errantes en busca de una paz que sus actos en vida les habían negado. Nadie salía fuera de sus casas en las noches de invierno.
Sobre los tejados de pizarra negra se erigían airosas chamineras, por las que todas las noches intentaban penetrar las brujas de la montaña. Raquel todavía recordaba el ruido que hacían aquellas malvadas al intentar romper los espantabrujas. Podía jurar que había oído sus fuertes pisadas resbalando sobre la pizarra, riendo y gritando, como si de un "esbarizaculos" se tratara.
Raquel se levantó de la única silla de anea que había en la alcoba de la abuela y revisó las ventanas y las puertas de madera de la casa para que no entrara el maldito viento "que todo lo que toca lo convierte en piedra", como le ocurrió a Pedro, el vecino que salió una noche y por la mañana lo encontraron rígido, con los ojos abiertos y fijos en la visión de la muerte.
Al salir de aquella triste estancia, Raquel se volvió para contemplar, por última vez, la cocina de sus abuelos. Sentándose en la cadiera situada en frente de la gran chimenea se quedó pensativa mirando el fuego, observando cómo las lenguas rojas y amarillas bailaban la danza sagrada que todo lo purifica. Desde niña le gustaba sentir el calor en su rostro y oler la madera quemada, sensación que siempre le acompañaba desde entonces.
No conoció a su madre, pues murió el mismo día que ella nació, en la misma habitación en la que ahora crepitaban los troncos. De su padre nunca se habló. Tampoco ella preguntó, fue el gran silencio de su vida. Todavía lo era.
Patro era una mujer triste, menuda, callada como un río seco, y más tozuda que una mula. Raquel siempre la vio vieja, con el inalterado vestido negro y el mismo moño trenzado cogido en la nuca con cuatro horquillas, que ella le quitaba cuando se despistaba, para jugar a peluqueras. En su mundo había pocos juguetes, pero muchos tesoros ocultos por descubrir.
Raquel subía al desván para rebuscar en los arcones, entre la ropa que olía a una mezcla de rancio y naftalina. Los aperos de labranza ya viejos y oxidados; y otros muchos objetos se amontonaban en un rincón. -Aquí no se tira nada, nunca se sabe lo que deparará el futuro, quizás mañana, lo podamos necesitar-, decía su abuelo.
Su abuelo Juan, hombre enjuto y risueño que siempre le hacía reír, murió en un frío mes de enero cuando ella tenía diez años. Cogió una pulmonía al intentar encontrar a la yegua Blanquita que se había escapado monte arriba. La leyenda se cumplió: "Todo aquél que suba al monte pasadas las diez de la noche morirá sin remedio". Y así fue: Juan murió y a Blanquita ya no la volvieron a ver. Patro fue languideciendo lentamente.
Una mujer vestida con jeans y chupa de cuero cierra la puerta de una lóbrega casa y se encamina hacia la ladera del monte, junto a la iglesia, donde se desperdigan media docena de lápidas. Patro y Juan descansan bajo una de ellas. Con la mirada fija en los nombres inscritos en el frío mármol, se agacha para depositar un pequeño ramo de margaritas silvestres.
Instantes después, Raquel, con los ojos humedecidos, alza la vista y contempla por última vez el Monte Sacramento. Abre la puerta de su Mercedes rojo y, tras arrancarlo pausadamente, pisa con fuerza el acelerador, abandonando para siempre su infancia a toda velocidad.
Fotografía: Chaminera en Santa Cruz de La Seros (Huesca).